Cada 1° de agosto, los pueblos originarios nos recuerdan que la Tierra no nos pertenece: nosotros pertenecemos a ella. Rendirle homenaje es también resistir su saqueo.
Hoy no es un día más. Hoy es primero de agosto, el Día de la Pachamama. En las casas, en las comunidades, en las montañas, en los patios de tierra y hasta en algunos rincones de la ciudad, se abre un pequeño pozo en el suelo. No es cualquier agujero: es una herida abierta para ofrecer y agradecer. Se le da de beber a la Madre Tierra. Se le devuelve, simbólicamente, algo de todo lo que nos ha dado: alimento, abrigo, medicina, memoria, vida.
Pero este rito ancestral no es una postal turística ni una curiosidad folklórica. Es un acto profundo de amor, reciprocidad y resistencia. Porque mientras desde arriba hablan de "recursos naturales", nuestros pueblos ven a la Pachamama como lo que es: una madre viva. Y a las madres no se las explota. A las madres no se les roban los ríos, no se les incendian los montes, no se les envenena el vientre con megaminería ni agrotóxicos.
La Pachamama no es propiedad privada. No es una mercancía. No necesita inversores ni lobbys ni ONG’s. Necesita pueblos despiertos. Y un Estado que no la entregue al mejor postor, sino que la cuide con políticas soberanas y justicia territorial.
Rendirle homenaje a la Pachamama no es solo cebarle un trago de caña. Es también alzar la voz contra el saqueo y el ecocidio. Es gritar bien fuerte, desde lo más hondo:
¡La tierra no se vende, se defiende!

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