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Sin Eva no hay peronismo

Por AWQAY

Ningún movimiento popular puede sostenerse sin una fibra emocional que lo atraviese. El peronismo no es solo doctrina, ni solo justicia social: es también pasión, entrega, mística. Y esa mística se llama Eva.

María Eva Duarte nació en 1919 en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, en una familia humilde. Desde muy joven se mudó a Buenos Aires con el sueño de ser actriz, pero fue en la política donde encontró su verdadera vocación. Su encuentro con Juan Domingo Perón en 1944 no solo cambió su destino personal, sino el rumbo de un país. A partir de ese momento, Evita se convirtió en la voz y el rostro de los sectores más postergados, en la compañera incansable que construyó un puente entre el poder y los excluidos. “La única lucha que se pierde es la que se abandona”, decía, y ella nunca abandonó ninguna.

Uno de sus legados más trascendentales fue la lucha por la implementación del voto femenino en Argentina, logrado en 1947. Este avance no solo significó un cambio político sino un acto de justicia social que amplió la participación ciudadana y fortaleció la democracia. Evita, con su visión y convicción, se convirtió en un referente para las mujeres argentinas, impulsando un feminismo popular que reclamaba derechos desde las bases mismas del pueblo trabajador. Lo dejó claro con una frase que sigue vigente: “No me interesan las mujeres que quieren igualdad para servirse mejor del hombre, sino las que quieren igualdad para ser mejores que él”.

Evita no fue una figura decorativa al lado de Perón. Fue el fuego. La que lo empujó a mirar a los humildes no como votantes, sino como protagonistas. Fue quien bajó la política al barro, al subsuelo de la patria, donde el dolor se respiraba como polvo. “Los descamisados no son un problema ni una dificultad, son un ejército moral que lucha por un ideal”, afirmó alguna vez, y esa fue su bandera.

La Fundación Eva Perón no solo construyó hospitales, hogares y escuelas. Construyó dignidad. Le dio nombre y lugar a quienes hasta entonces no eran ni números. Los cabecitas negras, las sirvientas, los huerfanitos, las viudas, los obreros. Todos ellos encontraron en Evita no una benefactora, sino una compañera. “Donde hay una necesidad, nace un derecho” no fue solo una consigna: fue el principio que guió cada una de sus acciones.

Sin Eva, tal vez el peronismo habría sido otro experimento político argentino más. Uno de tantos. Pero fue su voz —ronca, enérgica, dolida— la que encendió una llama que todavía no se apaga.

Cuando decimos “sin Eva no hay peronismo”, no estamos haciendo un ejercicio de nostalgia. Estamos diciendo que el peronismo verdadero, el que transforma, no puede sobrevivir sin esa dosis de amor profundo y de odio justificado. Sin la ternura combativa que ella representó. Sin el sacrificio hasta las últimas consecuencias.

Evita no fue una santa. Fue una militante. Y si hoy el peronismo quiere volver a sus raíces, tiene que dejar de repetir su nombre como rezo vacío y empezar a parecerse a ella de nuevo.

Porque no se trata de Evita como ícono: se trata de su mirada. De su lealtad. De su urgencia. De su furia santa.
Porque sin esa Eva, no hay pueblo movilizado.
Y sin pueblo, no hay peronismo.

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